lunes, 22 de septiembre de 2008

Bluetooth & Soja

Hace solamente unos días bajé al mediodía a comprarme algo para almorzar. Trabajo en una hermosa caja de zapatos con vista a la nada, sin horario de almuerzo, y aunque esto me permite irme más temprano a casa, uno ansía ver la luz del sol aunque sea por un rato. Ya volviendo del kiosco con mi sándwich a cuestas sentí como si alguien me hablara. Pero no. Era una NN de sexo femenino que pegaba su pera a su pecho y le gritaba a un aparatito que colgaba de su oreja. Eso que algunos dan en llamar modernidad, gritarle a un cable negro en el medio de la calle. Me hizo recordar mi viaje a Azcuénaga.

Azcuénaga es un pueblo perteneciente al Partido de San Andrés de Giles, en la provincia de Buenos Aires. Se llega rápidamente por la ruta 7, pasando Luján y un par de kilómetros de más. De entrada nomás el lugar se muestra sumamente tranquilo, un diseño clásico español, plaza, iglesia, municipalidad y escuela. Era domingo y la gente salía de Misa. En la plaza solamente estaba el quiosquero bajo un toldo que lo resguardaba del fuerte sol del mediodía. No necesitó sacar la Guía T para indicar donde quedaba la secretaría de Turismo, solamente señaló una bicicleta que descansaba a la sombra, suelta, sola, sin cadenas ni candados en una puerta. Algunos esperamos en el auto que nuestros compañeros salieran de la oficina de turismo llenos de folletos. Seguimos al pie de la letra las instrucciones: derecho hasta la plaza, siguiendo la plaza hasta el final y luego a la izquierda. Desde ahí todo derecho por la ruta provincial 193 hasta Azcuénaga. La ruta parecía la pista de la Base de Puerto Argentino luego del 14 de junio de 1982. Únicamente se veían campos llenos de soja y pozos. Luego de unos cuantos kilómetros hechos y otros tantos kilo-pozos esquivados (y muchos más sin esquivar) llegamos a destino.

Lo primero que nos llamó la atención fue la estación de ferrocarril. Abocados a nuestra tarea de sacar fotos el edificio de trenes abandonado era ideal. Muchas plantas, yuyos, tanques y señales oxidadas. Fotos color, blanco y negro, sepia, escenarios por doquier. En uno de los inmuebles, que salió en casi todas las fotos, que en algún momento habrá sido la casa del jefe de estación o la sala de reuniones de maquinistas, vivía una familia con muchos chiquillos de no más de 10 años que correteaban entre palanganas y macetas. Lucían joggins gastados y ropas descoloridas, se divertían jugando a las escondidas, corriéndose entre ellos y tratando de atraparse unos a los otros. Sonreían. El sol brillaba en sus dulces ojitos. Saltaban a los rieles sin miedo. Las vías mostraban signos de no haber sido usadas en años, me animo a decir décadas. El galpón de enfrente servía de morada a otra/s familias que tomaban mate mientras miraban como su bebe gateaba por entre los pastos y los gringos sacábamos fotos. Del otro lado de la cerca una pareja hacía señas. Nos llamaban. Vieron nuestras cámaras y quisieron mostrarnos sus tesoros. Eran dueños de un restaurant, una peña, un asador, un museo, no se bien como definirlo. Era todo eso junto. El lugar era el sueño de un comerciante cool de Palermo o de un extranjero que camina tranquilo por la calle Defensa en pleno San Telmo. Fotos de gauchos de 2 siglos atrás, libros de Balances de 1930, lámparas, mostradores que pertenecieron a próceres, oro, oro hecho historia. Oro hecho polvo y librado al viento. La pareja se quejaba de la poca promoción que tenía el pueblo por parte de la Municipalidad, de la poca gente que habían tenido este año y lo complicado que era sobrevivir así, de lo difícil que era llegar esquivando tantos pozos, de lo escondido que estaban y todos esos lugares distintos que nadie podía ver porque nadie los mostraba. De repente un grupo de 8 personas entra al lugar y consultan el menú a la pareja. Estos noo les ofrecen la carta, se acercan y se la describen mirándolos y charlando amenamente. Su amabilidad invitaba a quedarse. El hombre los siguió atendiendo mientras la mujer charlaba con nostros. Ella nos mostro fotos de la estación de Tigre en un libro que juntaba polvo dentro de un armario. Charlamos un rato más con está pareja sobre su vida, su historia, sobre cómo se iban a tener que ir a Mercedes porque ahí se podía vivir un poco mejor, pero volviendo a Azcuénaga porque era su pueblo, su lugar, su casa. Contaba que gente de los bancos de San Andrés se acercaba a ofrecerle préstamos. Casi indignados los rechazaban. No querían prestamos, querían que les dejen tener su lugar en el mundo, hoy por hoy borrado del mapa. No quieren deudas, quieren trabajar en Azcuénaga. No quieren un ramal parado y cerrado a 100 metros. Quieren una ruta decente, calles asfaltadas, y apenas una persona que se acuerde de ellos y los publique en un folleto, en internet, en donde sea. Que se llene de gringos como nosotros que saquen fotos y coman en su casa. Que no tengan que ir a otro lado para poder vivir.

Nos fuimos a buscar un lugar donde descansar un poco y perseguir imágenes nuevas. Esquivamos otra vez los pozos (los que pudimos), pasamos entre campos que albergaban silos-bolsa llenos de soja. Algunas camionetas 4x4 pasaban velozmente al lado nuestro. Es increíble lo rápido que andan esos bichos. Es extremadamente pequeña la planta de soja. Cómo el aparatito negro al que le gritaba esa chica que caminaba por la puerta del lugar donde trabajo.

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