lunes, 8 de marzo de 2010

La copa del mundo

Realismo Atolondrado - Por Washington Cucurto
Crítica de la Argentina - 07/03/2010

Una vez, mi papá vino a casa con la Copa del Mundo. Mi padre era vendedor ambulante y cada tanto trocaba su mercadería con otros vendedores ambulantes que conocía en la calle. Imagino que de esa forma mi padre habrá conseguido la copa. ¡Cómo brillaba aquella copa trucha de cartón recubierta con papel glasé!, no me olvidaré. Aquella copa tenía magnetismo. Los vecinos se enteraron de la Copa y venían a casa a tocarla, a mirarla por primera vez en sus vidas, aunque todos supieran que era una réplica, una imitación burda de cartón y para pobres. No importaba, todos querían tocarla. Nos traían de regalo pastelitos, panes caseros, limones, miel en botellas con la intención de que los dejáramos pasar para “besar a la Copa”. Ahora que lo pienso, sería para esta misma altura del año. Estábamos en vísperas de uno de los espectáculos más aberrantes de la historia deportiva y política de este país: el Mundial 78. Aunque muchos todavía levanten sus banderas y traten de separar al deporte de la política, como si el deporte no fuese una forma espantosa de política. Hay que ser demasiado ingenuo o defender oscuros intereses para no darse cuenta de todo lo malo que genera el fútbol. Es una plaga, no deja nada para la sociedad, acaba con todos los recursos, destruye todo lo que hay a su alrededor; como una pastera finlandesa o una empresa minera yanqui. El fútbol actual funciona de la misma forma. Llena los bolsillos de unos pocos y empobrece a millones. Un buen día, los argentinos tomaremos conciencia, dejaremos de pensar que la vida es redonda como una pelota y nos arrepentiremos de haber jugado aquel viejo Mundial. El fútbol ciega, produce indiferencia, crea falsas expectativas y sueños cluecos; además que reivindica el sarcasmo, el separatismo, la injusticia social, la discriminación, el clasismo y, por último, el odio. Mucho odio. El fútbol se caracteriza por ser uno de los grandes reinvindicadores de odio del mundo. ¡Cuántos hinchas, si pudieran, serían capaces de matar por una camiseta! Los argentinos sufrimos los mundiales como nadie, casi nunca los ganamos; nos sentamos un mes a ver los partidos y nos pelotudizamos de una manera única. Los sociólogos, que jamás jugaron al fútbol, se preguntan “¿cómo puede haber un pueblo tan imbécil?; pero siempre aparece un pueblo más imbécil que el otro. Sufrimos los mundiales. Nos peleamos en la calle, enfocamos nuestra vida y nuestros problemas en un grupo de zánganos que no pueden hilvanar dos ideas seguidas. Ellos también, son víctimas acomodadas, del gran negocio mundial: los Mundiales. Pregunten a cualquier país organizador qué les dejó el fútbol después de los mundiales. ¿Qué le dejará a Sudáfrica? Después de este Mundial, Sudáfrica será más pobre, más masacrada y más olvidada que nunca. Con sólo decirles que el troglodita, pantagruélico e ignorante asombroso de Jacobo Zuma, el presidente, invirtió más de 300 millones de dólares y contrató a miles de policías extras para esconderle al mundo la inseguridad y la miseria que atraviesa Sudáfrica. A veces pienso que el fútbol es lo más parecido a una organización mafiosa que actúa con todas las de la ley. En fin, termino con mi historia. Aquella copa de cartón tercermundista y fabricada en Berazategui nos trajo un montón de dolores de cabeza. Mi padre no soportó más a tanto vecino en casa que la terminó arrojando a la calle de un zapatazo. Fue una gran alegría para todos, ya no la soportábamos más en casa. La gente llegaba a pelearse por ella. Mi padre se dio cuenta que había cometido un error en confiar en los brillos de esa copa diabólica. Yo tenía 8 años y mi padre jamás me dejó tocarla, pese a todo. Pero, si la había traído como un regalo para mí ¿por qué no me dejaba tocarla? Nunca lo supe. Ese mismo año Argentina salió campeón del Mundo y mi padre decidió no festejar, me dijo que no había nada que festejar que, de todas formas, él se tenía que levantar a las cuatro de la mañana como todos los días. “El fútbol no nos da nada”, me dijo. ¿Qué tenía que ver aquella Copa con nosotros? Ahora me doy cuenta que de nada. Hoy, a casi 90 días de otra catástrofe deportiva, me doy cuenta que tampoco esta Copa del Mundo de Sudáfrica tiene nada que ver con nosotros y con un montón de personas a lo largo de todo el mundo. Tampoco tiene nada que ver con los principales involucrados. Ojalá, los sudafricanos se den cuenta a tiempo.

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