domingo, 4 de abril de 2010

Sangre para lavar la sangre


La Guerra de Malvinas partió al exilio argentino en Madrid. Lo mismo que quizá con menos intensidad iba a ocurrir en Caracas, en París, en Estocolmo. Para ser leal a la verdad, lo que nos fracturaba no era la guerra sino su reflejo iluminando viejas, profundas diferencias, poniéndolas en primer plano. El 2 de abril provocó un cisma entre los expatriados, sus organizaciones y en el interior mismo de esos grupos. Nosotros, un puñado de militantes de izquierda procedentes de diferentes experiencias, nos sorprendimos, primero, y discutimos después. Que si las islas eran una colonia de repoblación, que si el desembarco era una reivindicación sentida o una carta que los militares sacaban de la manga; que si un éxito militar era maná del cielo para la Dama de Hierro o para el general golpista, hermanados en la impopularidad y en el gusto por el bourbon. Un militante del exilio uruguayo lo había definido bien: “Quieren lavar la sangre con sangre”. El 1 de mayo, cuando la manifestación de la UGT y de las Comisiones Obreras pasó por Atocha y se detuvo frente al número 55 para vocear puño en alto “Atocha/ hermanos/ no os olvidamos”, en recuerdo a los cinco abogados laboralistas de las CC OO asesinados por un comando fascista en 1977, empezamos distribuir nuestra mariposa antibélica. Tenía un texto muy breve: “La sangre no se lava con sangre. No a la Guerra del Atlántico Sur”. Una parte del exilio madrileño optó por un silencio ominoso; la otra hirvió de indignación patriótica. Curioso, porque hasta entonces las islas no formaban parte del debate político, no figuraban en los programas. Tampoco Juan Perón las había incluido entre sus prioridades. Malvinas no urgidas con las tragedias que ocurrían en el continente. Eduardo Duhalde, uno de los tres motores de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) y actual secretario de Derechos Humanos, compartió nuestra postura. Con él y con Ricardo Rojo, el autor de Mi amigo el Che, elaboramos un documento, que publicó el diario El País: el Manifiesto contra la Guerra del Atlántico Sur. De la vereda opuesta, los montoneros difundían una solicitada ofreciéndose como voluntarios. Durante la Semana del Detenido- Desaparecido, en las plazas que el alcalde Enrique Tierno Galván cedía a los latinoamericanos para difundir los crímenes que se cometían al sur del río Grande, algunos de ellos nos exigieron que quitáramos las pancartas que llevaban la leyenda “Galtieri asesino”. “Por encima de la dictadura, los argentinos estamos en guerra”, dijeron. Los exiliados uruguayos terciaron para advertir que si se quitaban esas consignas, ellos también se retirarían. Y los pasacalles permanecieron. A nuestras denuncias de la guerra como un brutal manotazo de ahogado se sumaron Antonio Gades, Pepa Flores (una Marisol crecida y madurada), Pilar Miró, José Sacristán, Lola Gaos, Geraldine Chaplin, Antonio Saura, Ana Belén, Víctor Manuel, Fernando Savater, Paco Umbral, el que le dio un contenido amigable al término ninguneante con que nos obsequiaba la derecha: “Sudacas”. Lo más sincero de la política antifranquista, la flor y nata de la progresía del posfranquismo. En un teatro madrileño hablaron contra esa guerra y en nombre nuestro, el periodista Javier Martínez Reverte y el comandante Luis Otero, un militar represaliado por demócrata e hijo de otro comandante también llamado Luis Otero, fusilado por la República. “Otero es un apellido con mala suerte en el ejército español”, nos decía Luis, al que las Cortes acaban tardíamente de condecorar. Otero se preguntó, ante un auditorio deslumbrado por su humor y su irreverencia “¿cuánto vale el honor militar? ¿Cien muertos alcanzan para mantener el honor militar? ¿O hacen falta más? ¿Mil, diez mil muertos satisfacen el honor militar?”. En cuestiones de honor, los reglamentos de todos los ejércitos resultan igualmente absurdos. El artículo 751, de los 888 del Código Militar argentino, disponía que “un soldado será condenado a prisión de 2 a 5 años si en combate con un enemigo extranjero se rinde sin haber agotado todas sus municiones o haber perdido los dos tercios de los hombres bajo su mando”. Las lecturas de Luciano Benjamín Menéndez y Alfredo Astiz sólo habían llegado al 750.

Poco después de terminado el conflicto, el acto con que la embajada argentina recordaba el 9 de Julio no pudo realizarse. Nuestra pequeña agrupación y familiares de desaparecidos frustraron la celebración y abortaron la misa tradicional en el Colegio Mayor Argentino. La mujer del director del hospedaje se había desmayado al pie del altar al escuchar el “¡esas hostias están ensangrentadas!”, que había gritado una de las madres, que clamaban, golpeaban, arañaban las paredes vidriadas del Colegio. Al ver que el agregado militar, acompañado por su hijo, se escabullía, alguien le recordó que ese muchachito tenía la edad de los que habían sido traicionados en Malvinas. La policía nacional impidió que aquello terminara en una batalla campal entre los árboles del Parque del Oeste. Luego, en la revista Cambio/16 leeríamos que el oficial era un tal coronel Crespi, el hombre encargado de proveer las minas con que la dictadura y el montonero pasado a sus filas, Máximo Nicoletti, habían planificado volar los transportes de la Royal Navy anclados en Gibraltar. Crespi era una de las piezas de la llamada Operación Algeciras.

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