jueves, 14 de octubre de 2010

La balandra Incertain

El teniente de navío Louis Quelennec, de la Marina Imperial Francesa, está a punto de figurar en los libros de Historia y en este relato, pero no lo sabe. De lo contrario, sus primeras palabras al amanecer el 29 de vendimiario del año XIV, o sea, el 21 de octubre de 1805, habrían sido otras.
-Hijos de la gran puta.
La cubierta mojada de la Incertain se balancea bajo sus pies en la marejadilla, unas treinta millas al sudoeste de Cádiz. Poco más o menos. Comparada con la que va a caer de aquí a nada, la Incertain es una piltrafa náutica: una balandra de dieciséis cañones. Los ingleses la llaman cúter: cortador. Pero ya se sabe que los ingleses siempre fueron en exceso tajantes para sus cosas. Mejor balandra. Y encima, volviendo a lo de los cañones que artilla Quelennec, a su balandra, o cúter, o como se diga, la han aligerado de cuatro para que navegue más veloz. Aun así, la embarcación parece arrastrarse entre la niebla que gotea humedad por la jarcia y los puños de las velas. Cric, croc. Crujiendo al balancearse de banda a banda, como si gimieran sus cuadernas doloridas. Apenas hay viento, y sólo una brisa leve hincha a ratos las lonas que cuelgan como ropa sucia del palo y los estays, o agita la bandera mercante portuguesa izada en el pico de la cangreja. La pirula de la bandera es normal. En el mar todos juegan sucio y mienten como bellacos.
-Hijos de la gran puta. – repite el comandante.
Lo repite en francés, naturalmente. Fils de la grande putain, o algo así. Pero se le entiende. El timonel y el piloto, que están detrás, junto a la bitácora, se miran sin decir ni pío. El ayudante del piloto, que también está cerca, no se entera de nada porque es español. Como era de esperar, se llama Manolo y es bajito, moreno, con una sola ceja negra. De Conil de la Frontera, por más señas. Provincia de Cádiz, o sea, de allí mismo. Por eso lo han embarcado de ayudante sin preguntarle lo que opina al respecto. Por la cara. Manuel Correjuevos Sánchez, patrón de pesca, contrabandista, padre de familia. Lo típico. Para los gabachos, Manolo Coguegüevós. Cada vez que oye a uno de éstos llamarlo por su apellido, al ayudante del piloto le sienta como una patada en los mismos.
-Llámeme Manolo zi no le importa. Mezié.
Lo que no parece claro para el piloto ni para el timonel es a quién se refiere el comandante Quelennec cuando jura en arameo. El piloto, que se llama Kieffer, piensa tal vez que el comandante alude a quienes le ordenan estar allí a tales horas, en el centro de aquella niebla matutina en la que no se ve más allá del propio carajo. En cuanto al timonel, que en el año I de la República fue un jacobino distinguido por su celo revolucionario, quizá se incline a pensar que su comandante se refiere a los cagatintas de los despachos del Ministerio de Marina en París, a los aristócratas camuflados y a los emboscados que no saben del mar sino que en él flotan barcos y hacen olas, e incluso al almirante Villeneuve y a su peripuesta plana mayor de la maldita escuadra combinada, de la que la Incertain constituye instrumento de exploración y minúsculo apéndice. Aunque el comandante puede referirse también a los aliados españoles, esos oficiales de marina aristócratas (a España le iría de perlas una guillotina, opina), susceptibles y arrogantes, que con muchas cortesías y pase usted primero, señor, faltaría más, señor, llevan semanas tocándoles a todos las pelotas.
-Jodía niebla- dice el timonel para congraciarse con el comandante. En francés, claro. Algo así como salope de brouille, o algo por el estilo.
-Cierra el pico, mon garsón- ordena el piloto.
Por muy jacobino que haya sido, el timonel se mete la lengua en el ojete. Una cosa es tirar al agua oficiales maniatados, en Brest, el año I de la República, y otra tener encima a tipos duros como Kieffer y Quelennec en el año I del Imperio. El ayudante español del piloto, que no chamulla ni peñazo de guiri pero ha adivinado el sentido del diálogo, se rasca una ceja. O la ceja. Si a bordo de un barco español a alguien se le ocurriera dirigirse al comandante sin que éste le pregunte o sin pedirle permiso, con el paquete que le metían iba a estarse jiñando de allí al apostadero de La Habana, Cuba. Justo al final de los alisios, pasadas las Azores, según se llega a mano derecha. A estribor.
En realidad el comandante Quelennec piensa en la escuadra inglesa. Lo han mandado a la mar para encontrarla como si tal cosa, vaya y búsquela y vuelva para contárnoslo, chaval; y la balandra lleva toda la noche navegando en zigzag, bordo para arriba, bordo para abajo, viendo a veces luces a lo lejos pero sin dar con ella, pese a que se estima que los cabrones de la pérfida Albión andan cerca, como una flota fantasma entre la niebla. Al menos eso señaló ayer por banderas el navío Achelle, asegurando haber visto por lo menos dieciocho barcos enemigos al sudoeste de Cádiz. Resumiendo: la cosa consiste en echar un vistazo, contar palos y velas, y luego virar de bordo con mucha prisa y largar todo el trapo antes de que las fragatas o las corbetas, que son los cazadores de la escuadra británica, le echen a uno el guante y lo envíen al fondo a cañonazos; o lo que es peor, le hagan arriar la bandera y termine podrido en un pontón del Támesis, contándose los chinches. Reconocimiento visual o descubierta, llaman a eso las ordenanzas navales. Toca joderse, lo llaman los interesados. Cada uno habla en la Marina según le va.

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Cabo Trafalgar - Arturo Pérez-Reverte

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