miércoles, 4 de junio de 2008

El ombligo del mundo

Página 8 del diario Crítica de la Argentina del día 3 de Junio del 2008. Se transcribe primero una nota titulada "Y en la ciudad como si nada", luego un espacio de opinión a cargo de Eduardo Blaustein nombrado "Nobleza Gaucha".


Y en la ciudad como si nada
Buenos Aires ajena al conflicto

Otro canal I. Respiración profunda y mancomunión detrás de las vallas de la Plaza.

Ayer fue un día de furia, ayer fue un día normal, según en qué lugar de la Argentina haya estado uno parado.

A las diez de la mañana, en la línea B del subte de Buenos Aires se podía hacer sentado, en paz, el trayecto Dorrego-Florida: una pinturita. A la una, la cola de los McDonald’s del centro era la misma abultada y aburrida cola de siempre, y las chicas que reparten las comandas para adelantar los pedidos las repartían con la gracia desbordante con la que lo hacen siempre. A las cuatro, en los bares de San Telmo la gente pedía pebetes y en las mesas de la plaza Dorrego, en Defensa y Humberto I, una parejita jugaba a darse besos sin sacarse la bufanda. Y los supermercados chinos, y los taxis, y los kioscos, y las librerías de Corrientes, y las putas de los privados, y los arbolitos que pagan más, y el resto del mundo en el resto de la ciudad: todos en lo suyo, sacando adelante un día más, sin ninguna particularidad social que atender, sin ninguna marca que indicara, que sugiriera, que a cinco horas de aquí el país, el resto del país, se levantaba con toda la furia de la que es capaz. O sí, la tele, único recordatorio de situación, y ya.

Si en un ejercicio irreal pero técnicamente posible los televisores de la ciudad no hubieran estado encendidos nadie, ninguno de sus tres millones de habitantes, se habría enterado ayer de nada. Y los diez millones que viven en los cordones conurbanos que la rodean, de algo más, pero hasta ahí. El grito del campo, el de sus más expuestos dirigentes y el de sus cientos de miles de personajes anónimos, no llega a la Capital como no sea amplificado por las cámaras un poco atolondradas de los noticieros, y así y todo: nada. No hay registro. No hay interés en que lo haya. Finalmente, si la ciudad es un monstruo, el monstruo no se inmuta.

Un playero de la calle Sarmiento, ¿sabe lo que está pasando? Dice que sí, que sabe: ¿Por? Y se pone a llenar un balde de agua porque a las cinco y media todavía le quedan dos coches sin lavar. Preguntando aquí y allá, la sensación general es la de que hay unos tipos peleándose rabiosamente, que esos tipos son el Gobierno y los que trabajan en el campo, que los del campo algo de razón deben tener pero que guarda porque también es cierto que la venían levantando con pala, que tal vez esa pelea en algún momento nos afecte, pero que mientras haya leche en las góndolas y el precio de la carne no interrumpa el asadito del domingo, nada puede ser tan grave.


OPINIÓN

Nobleza gaucha (y los nombres del campo)

No puede haber respuestas homogéneas y satisfactorias para el sector, ante demandas heterogéneas y enfrentadas. Por Eduardo Blaustein.

Un abuelo a quien no conocí, excepto para que intimidara desde su severa foto, trajo a mi viejo desde Polonia más o menos para el año 27. El viejo tenía seis años. Anduvieron a los tumbos por Lobería y Tandil, tiempo después de que cayera la piedra movediza. Por haber andado por esos pagos, mi viejo me legó una combinación paradójica: amor profundo por el campo y sin embargo un único y sombrío recuerdo de infancia rural: él subido a un carro que arrastraba una yegua vieja llamada Conga. El carro cargaba sebo para hacer jabón. Habrá que imaginarlo traqueteando sobre tierra escarchada.

Cuando ese chico fue mi padre comerciante, para volver a sus raíces nos llevaba por pueblos de la pampa húmeda –Buenos Aires, sur de Santa Fe y Córdoba, hasta la altura de Villa María y Belville– en los que correteaba lo que fuera. Todavía quedaban almacenes de ramos generales. Y desde siempre en mi casa se escuchó folclore por Radio Nacional. Y música clásica, sin traspasar jamás un límite inquietante a la altura de Brahms o de Stravinsky. Lo que viniera después era un poco loco para mis viejos.

Todo este introito para decir que, por vía de la empatía irracional con las cosas de tierra adentro, me asiste algún estúpido derecho a la hora de querer mandar a la recontraconcha de su hermana todos los discursos, posicionamientos políticos miserables y coberturas de quinta que circulan por estos días poniendo al campo en el homogéneo e incorruptible lugar de lo nobilísimo, de la curtida cultura del gringo sufrido, de la sabiduría yupanquiana y del póstumo lugar exclusivo en el que –dijo Carrió ante el cada día más fruncido Majul– la palabra vale, por gaucha. Alumbra en la Argentina otra nueva épica superficial: el campo generoso hizo todo lo que somos, de buenazo nomás y ahijuna.

“Es injusto castigar al sector que más dinero aportó a la economía”, dijo Macri hace tiempo. ¿A quién hay que cobrarle impuestos, man? ¿A los que no aportan dinero a la economía ni a sus bolsillos? “Las retenciones tienen un destino exclusivamente recaudador y fiscalista”, dicen a coro desde la Federación Agraria a la Sociedad Rural, desde la Coalición Cívica a la izquierda oxidada. ¿El criador de caballos pura sangre y dueño de quichicientas mil hectáreas Luciano Miguens no es de los que toda la vida consideraron pecado mortal la insolvencia fiscal? “Es para pagar la deuda externa”, sentencian voceros de lo gaseoso, que jamás han dicho –como en años de Alfonsín– “No al pago de la deuda externa”.

Y, entre tanto, cuánta acumulación al pedo de horas-hombre-movileros en las rutas. Sin que se les ocurra preguntar y dígame, paisano, cómo andan esas hectáreas, cuántas tiene y cuánto rinden, y cuánto le cuesta cuando las arrienda, cuánto recibía hace seis meses, qué ganancia tiene ahora. El amigazo De Angeli le dijo por TV al compañero D’Elía que tiene una chacra de 650 hectáreas. No queda claro si hay que sumarlas a las 800 que según Perfil le alquila a Yabito. Suponiendo un costo de arriendo de mil pesos por hectárea, hay que hacer la multiplicación y tener la guita sólo para animarse. Cierto: parece que este año la cosecha viene mal, que la seca puede joder la apuesta, que las retenciones para los pequeños y medianos son exageradas. Aun así: 800 hectáreas y las maquinarias que los De Angeli alquilan a otros productores son un capital interesante como para andar agitando fantasmas de “no queremos que nuestros hijos terminen en las villas de Buenos Aires”. O para acordarse de las villas miseria reales en lugar de las hipotéticas.

Hablando de folclore. En el secundario teníamos un compañero, el Loco Juárez, que entre otros numeritos toscos –eructos siderales, quitarse el zapato en medio de la clase, llevárselo a la oreja y decirle al profesor: “¡Teléfono!”– satirizaba la estética Tejada Gómez-Mercedes Sosa gritando a voz en cuello:

–¡Campesino! ¡Campesino! ¡¡¡Sobame el pepino!!!

El Loco es uno de los ciento y pico de desaparecidos del Nacional de Buenos Aires. No es que pretenda aquí homenajear su grito del pepino ni decir que los De Angeli –giran las cámaras en automático hacia Alfredo tras la contrapropuesta oficial, saboreando el conflicto –son Rockefeller. Se repitió mucho en estos días que Federación Agraria está haciendo de forro de los poderosos. No sé si es exactamente así. Pero sí que esta alianza contra natura –aun cuando haya sido estimulada por las pifias oficiales– ayudó a enredar la agenda de lo que se discute. No puede haber respuestas homogéneas y satisfactorias para demandas heterogéneas y enfrentadas. Por
algo un día te dicen que todo son las retenciones y al otro día que son los tamberos, la carne y los
chancheros.

Lo que quiero en esta discusión es ver los números. Muestren los números, muchachos. Los quiero ver más transparentes, en un país en el que la tragedia máxima siguen siendo todas las insufribles violencias de la desigualdad y la pobreza.

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